domingo, 30 de noviembre de 2008

La teoría de las ventanas rotas


En 1969, en la Universidad de Stanford (EEUU), el Profesor Phillip Zimbardo realizó un experimento de psicología social. Dejó dos autos abandonados en la calle, dos autos idénticos, la misma marca, e incluso el mismo modelo y color. Uno lo dejó en el Bronx, por entonces una zona pobre y conflictiva de Nueva York y el otro en Palo Alto, una zona rica y tranquila de California. Véase: Dos autos idénticos abandonados, dos barrios con poblaciones muy diferentes, y un equipo de especialistas en psicología social estudiando las conductas de la gente en cada sitio.

Resultó que el auto abandonado en el Bronx comenzó a ser depredado en pocas horas. Perdió las llantas, el motor, los espejos, el radio, etcétera. Todo lo aprovechable se lo llevaron, y lo que no lo destruyeron. En cambio el auto abandonado en Palo Alto se mantuvo intacto.

Es común atribuir a la pobreza las causas del delito. Atribución en la que por cierto coinciden las posiciones ideológicas más conservadoras (de derecha y también de izquierda o de centro). Sin embargo, el experimento en cuestión no finalizó ahí, pues cuando el auto abandonado en el Bronx ya estaba deshecho y el de Palo Alto llevaba una semana impecable, los investigadores rompieron un vidrio del automóvil de Palo Alto.

El resultado fue entonces que allí se desató el mismo proceso que en el Bronx, y el robo, la violencia, y el vandalismo, pronto redujeron el vehículo al mismo estado que el del barrio pobre.

¿Por qué el vidrio roto en el auto abandonado en un vecindario supuestamente seguro, es capaz de disparar todo un proceso delictivo? ¿Por qué un simple vidrio roto pudo ser un factor diferencial y desequilibrante?

No se trata de pobreza. Evidentemente es algo que tiene que ver con la psicología humana y con las relaciones sociales. Un vidrio roto en un auto abandonado transmite una idea de deterioro, de abandono, de desinterés, de despreocupación, lo que va rompiendo códigos de convivencia y dando idea de ausencia de ley, y dando idea de ausencia de normas, de ausencia de reglas, transmitiendo el sentimiento de que vale todo. Cada nuevo ataque que sufría el auto en Palo Alto, reafirmaba y multiplicaba la idea de impunidad y de ausencia de ley, hasta que la escalada de actos cada vez peores se volvió incontenible, desembocando en una violencia irracional así como en una depredación sin límites.

En experimentos posteriores, los especialistas James Q. Wilson y George Kelling desarrollaron la “teoría de las ventanas rotas”, la que desde un punto de vista criminológico permite concluir que el delito es mayor en las zonas donde el descuido, la suciedad, el desorden, el maltrato, y la impunidad, son ellos mayores. Con la aparente falta de interés en resolver un problema, con la real o aparente falta de sanción a los trasgresores, se crean las condiciones ideales para pensar que vale todo, y los seres humanos abandonamos entonces nuestra urbanidad para al menos por un rato adherirnos al salvajismo.

Si se rompe un vidrio de una ventana de un edificio y nadie lo repara, pronto estarán rotos todos los demás vidrios. Si una comunidad exhibe signos de deterioro y esto parece no importarle a nadie, entonces allí se generará el delito y la trasgresión. Si se cometen pequeñas faltas, como por ejemplo estacionarse en lugar prohibido, exceder el límite de velocidad al conducir un automóvil, o pasarse una luz roja, y si esas faltas no son mayoritariamente sancionadas, entonces comenzarán faltas mayores, y luego delitos cada vez más graves, pues se pierden las referencias, pues no se saben ubicar los límites entre lo bueno y lo malo, entre lo posible y lo prohibido.

Si los parques y otros espacios públicos deteriorados son progresivamente abandonados por la mayoría de la gente (que deja de salir de sus casas por temor a las pandillas), y en alguna medida también abandonados por las propias instituciones estatales que no los limpian y que no los cuidan, esos espacios librados a su suerte son progresivamente ocupados por los delincuentes.

La “teoría de las ventanas rotas” fue aplicada por primera vez a mediados de la década de los años ochenta en el tren metropolitano de la ciudad de Nueva York, el cual de hecho se había convertido en el punto más peligroso de la ciudad. Allí se comenzó por combatir las pequeñas transgresiones: graffitis que deterioraban y ensuciaban el lugar, suciedad de las estaciones, ebriedad permitida entre los usuarios, evasiones del pago del pasaje, pequeños robos y desórdenes, etcétera. Los resultados fueron evidentes. Comenzando por lo pequeño, se logró hacer de ese medio de transporte un lugar seguro, cómodo, y limpio.

Posteriormente, en 1994, Rudolph Giuliani, el entonces alcalde de la ciudad de Nueva York, basado en la ya mencionada “teoría de las ventanas rotas” y en la experiencia exitosa en el tren metropolitano, impulsó una política de “tolerancia cero”. La estrategia consistía en crear comunidades limpias y ordenadas, no permitiendo transgresiones a la ley y a las normas de convivencia urbana.

¿El resultado práctico?: Enorme abatimiento de todos los índices criminales de la ciudad de Nueva York. Cierto, la expresión “tolerancia cero” suena a una especie de solución autoritaria y represiva, pero su concepto principal es más bien la prevención y promoción de convenientes condiciones sociales.

No se trata de linchar al delincuente, ni de provocar la prepotencia policial. Y de hecho, respeto de los abusos de autoridad, por cierto también puede y debe aplicarse el concepto de “tolerancia cero”. Se trata de tener nula tolerancia frente al delito mismo, y no tanto agresividad extrema frente al delincuente.

La idea es crear comunidades limpias, ordenadas, respetuosas de la ley y de los códigos básicos de convivencia, que por cierto hoy día es algo difícil de encontrar, especialmente en las grandes ciudades.

Ahora bien: ¿La “teoría de las ventanas rotas” puede ser aplicada también a la idea de la sociedad telemática promovida e impulsada por el Centro de Estudios Joan Bardina, y promovida también desde este mismo espacio web y desde los otros sitios web de la Serie Digimundo? ¿Esta "concepción académica" es compatible y está alineada con el proyecto de sociedad originalmente concebido por el investigador social Agustí Chalaux de Subirà?

Por cierto que sí. Hay que derrumbar la idea que el crimen paga. Hay que derrumbar la idea de que se puede transgredir sin ser sancionado. Y como hoy día casi todo directa o indirectamente está vinculado con el dinero, entonces, no hay mejor solución para controlar los graves problemas sociales a los que nos enfrentamos, que promover el uso generalizado del dinero telemático, que promover el uso generalizado de la moneda responsable, pues ello tarde o temprano va a transmitir la idea que un delito o que una simple transgresión, a la corta o a la larga podrá ser descubierto/a, simplemente desenrollando el ovillo, simplemente navegando hacia delante y hacia atrás en las cadenas de pago.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Por cierto que las buenas obras literarias aportan, y mucho


Comentarios literarios

Analizaremos aquí el cuento titulado “La luz es como el agua”, cuya autoría pertenece al conocido escritor y pensador colombiano Gabriel García Márquez.

Este relato es relativamente corto, a pesar de lo cual casi todos los elementos del realismo mágico allí están presentes. Realidad cotidiana, fantasía, magia, irrealidad y contradicción.

Las distintas psicologías frecuentemente presentes en una familia común y corriente allí están representadas. La condescendencia y la indulgencia del padre. La practicidad y el equilibrio de la madre. El ímpetu irreflexivo y aventurero de los niños, así como su gran imaginación.

El perfil del gran escritor que indudablemente es Gabriel García Márquez se perfila aquí con claridad, en la medida que este relato permite muy diferentes lecturas.

La interpretación más directa y sencilla de encontrar es la recién aludida, en la medida que el relato presenta oposición de intereses y de conductas, las que sin duda son fáciles de encontrar también en nuestras propias familias y/o en las familias de nuestro propio entorno social.

El texto aludido sin embargo también permite otras interpretaciones a otros niveles.

Es que los absurdos y las contradicciones son escollos insalvables para una lectura literal, y para superarlos se requiere recurrir a una interpretación metafórica que remite a análisis muy diversos y dispares.

La figura paterna por ejemplo podría querer simbolizar al gobierno y/o a la justicia, en la medida que es quien aplica normas y quien resuelve sobre lo que es más justo, mientras que la figura materna podría querer simbolizar al administrador que acata pero que anticipa los problemas, y mientras que los niños podrían querer simbolizar a los gobernados que buscan sus propias satisfacciones en base a los recursos que logran obtener.

“La luz es como el agua” es un cuento porque tiene la estructura de tal, con un conflicto bien planteado, con un desarrollo con suspenso y con misterio, y con un desenlace que sorprende, que intriga, y que provoca la reflexión.

Para mejor evaluar lo antedicho, se transcribe a continuación este excelente cuento del escritor y pensador colombiano Gabriel García Márquez.

La luz es como el agua

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

– De acuerdo, –dijo el papá– lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó de nueve años, y Joel de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

– No, –dijeron a coro– nos hace falta ahora y aquí.

– Para empezar, –dijo la madre– aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes.

En cambio allí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana.

Pero al final, ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula, si se ganaban el laurel del tercer año de primaria. Y se lo habían ganado.

Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en su línea de flotación.

– El bote está en el garaje, –reveló el papá en el almuerzo– aunque el problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y así lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

– Felicitaciones, –les dijo el papá– ¿y ahora qué?

– Ahora nada, –dijeron los niños– lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía, cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó como era que la luz se encendía con sólo apretar el botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

– La luz es como el agua, –le contesté– uno abre el grifo y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y de la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme.

Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina, con todo: máscaras, aletas, tanques, y escopetas de aire comprimido.

– Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para dada, –dijo el padre– pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

– ¿Y si ganamos la gardenia de oro del primer semestre? –dijo Joel–

– No, –dijo la madre muy asustada– ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

– Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber, –dijo ella– pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos de los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma noche, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían “El último tango en París”, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diploma de excelencia. Y esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

– Es una prueba de madurez. –dijo–

– Dios te oiga. –dijo la madre–

El miércoles siguiente, mientras los padres veían “La batalla de Argel”, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encausaba por la gran avenida en un torrente dorado que iluminaba la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo, flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peses de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante. Y flotando por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues se habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, sin duda sus aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

Un insumo para la reflexión


La conciencia no nos impide cometer pecados... pero desgraciadamente... pero desgraciadamente, sí nos impide disfrutar de ellos...
Salvador de Madariaga y Rojo (1886-1978)